Sandra Soler Castillo1
Universidad Distrital Francisco José de Caldas
El 13 de marzo pasará a la historia como una fecha clave en la política de Colombia: una mujer negra aspiró a ser candidata a la presidencia del país y sin el apoyo de las maquinarias políticas obtuvo 782.000 votos, que si bien no le alcanzaron para ser la candidata presidencial por la coalición del Pacto histórico, sí la convirtieron en la gran sorpresa electoral y en el centro de los ataques de los opositores y de un amplio sector de la opinión pública: son demasiados votos para una “nadie”2.
Y aunque Francia, desde antes de las elecciones, ya había sido objeto de burlas de sus contendores políticos y de los medios de comunicación por su manera de hablar y por su sencillez, que no se corresponden con los imaginarios de lo que debe ser un político en Colombia, a partir del 13 de marzo los ataques han sido frontales y despiadados. A diario escuchamos comentarios en las redes sociales y los medios de comunicación, en los que muchos la critican y la juzgan, con poco conocimiento pero con un alto grado de prejuicios. Cuando no hay altura en las ideas, se recurre a falacias o ataques a la persona, al género, a la ignorancia, a la cultura y hasta al uso de la lengua. Entonces me surge la pregunta ¿qué es lo que tanto le molesta a las personas por el hecho de que Francia Márquez diga “mayores y mayoras” o que proponga la idea de “la vida sabrosa” como filosofía de vida para el país?
El problema tiene que ver con la lengua y el rechazo de ciertos sectores sociales al lenguaje inclusivo, pero va más allá y se inscribe en el campo ideológico, en particular, en el racismo estructural que han padecido históricamente las poblaciones negras (e indígenas) del país y que funciona como dispositivo de poder y control de las élites colombianas. Jaime Arocha, en una columna reciente en el diario El Espectador, nos recordaba que, en los siglos XVIII y XIX, los seudocientíficos de la época aseveraban que los negros, por su anatomía, eran de naturaleza libidinosos e incapaces de lograr raciocinio abstracto. ¿No serán ecos de este pensamiento lo que hay de fondo en los debates actuales, escondidos tras el disfraz del supuesto uso correcto de la lengua? Cómo no recordar esos viejos debates en los que los intelectuales de la región Andina cuestionaban la música, las tradiciones y la manera de hablar de las gentes de la costa caribe colombiana (por entonces, el pacífico estaba totalmente invisibilizado, no existía en el imaginario colombiano). Sólo para hacer memoria, cito uno de los refranes populares del siglo pasado, que se escuchaba mayormente en la región antioqueña: “ni el arroz con coco es comida, ni el vallenato es música, ni el costeño es gente”. ¿No son los reclamos del expresidente Cesar Gaviria fiel reflejo del andinocentrismo del país, que sumados a un machismo ramplón, hacen que para él sea impensable que una persona negra, mujer y empobrecida, de orillas del río, lo llame “neoliberal”? ¡Vaya atrevimiento!
El pueblo colombiano lleva siglos escuchando las mismas voces, las mismas palabras, los mismos acentos y viendo los mismos colores de las caras de la gente blanca/mestiza, que constituyen lo que denominan la identidad nacional. De repente, escuchar otras voces, otros acentos y ver otros colores, lo descoloca. Olvidan -o no quieren saber- que los pueblos que históricamente han desalojado, incluso de su propio ser y han convertido en “nadies”, también tienen voz y tienen tradiciones y tienen historia y tienen filosofías de vida y tienen la misma lengua, que, eso sí, han teñido de color y de música y la han variado y han jugado con ella; prueba de ello fue García Márquez, a quien recordemos, los intelectuales del interior del país no perdonaron su impertinencia con el lenguaje y haberle hecho creer al mundo que Colombia era como Macondo: un país tropical lleno de mariposas amarillas.
Sin embargo, contrario a lo que piensan muchos frente a las discusiones actuales: que Colombia sacó lo peor de sí, las peores manifestaciones del racismo, en mi opinión, constituye un paso adelante en el debate pendiente del racismo que tiene el país. Llevamos siglos diciendo que en Colombia no hay racismo, que el racismo es un tema que se inventan las personas negras producto del resentimiento contra la gente blanca/mestiza; porque ya es un lugar común decir que racistas son los otros, nunca nosotros. Por fin, el tema del racismo está en la mesa; al fin se habla de él; no en las esquinas, con los amigos o en alguna aula aislada de clase, el tema ha alcanzado repercusión nacional y todos sabemos que para afrontar un problema, primero hay que reconocerlo, nombrarlo claramente, sin eufemismos ni desde lo políticamente correcto. Hay un problema de racismo en Colombia, es estructural y está servido el debate.
El paso siguiente al reconocimiento del problema es sentarnos a discutirlo; que se lleve a los medios, sí; que lo debata la academia, sí; que se lleve a las aulas, por supuesto. Que se nombre, se hable y se discuta. Pero la discusión debe ser amplia y debemos ser serios, porque la vida y el futuro de millones de personas depende de esto. Francia Márquez no se puede quedar sola en el debate, la intelectualidad negra podría aunar esfuerzos y rodearla aún más. Pienso en este momento en lo que sucedió en Estados Unidos en las décadas de los años 60 y 70: Movimientos sociales, políticos, intelectuales, artistas, y comunidad, todos unidos en un mismo propósito. Francia ya se ganó a pulso el lugar en el que está hoy, pero como reza la sabiduría popular, “una sola golondrina no hace verano”. Por qué no pensar más a fondo la filosofía del “vivir sabroso”, su extrapolación con todo el pueblo afrodescendiente, su relación con el “buen vivir” de las comunidades indígenas, la posibilidad de la “lugarización” -como propone Wilmer Villa-, el género y el papel fundamental que han desempeñado las mujeres en las comunidades negras y sus luchas históricas, entre otros temas.
Por su puesto, desde las fronteras, también hay personas mestizas que nos comprometemos a aportar y poner también sobre la mesa temas como el “privilegio blanco/mestizo”, el racismo en las instituciones, el racismo cotidiano, los prejuicios, los estereotipos, la folclorización o la necesidad de reconocer una política del nombrar de los pueblos: que las comunidades, según sus usos y costumbres, decidan cómo nombrar las cosas y los fenómenos más allá de los garantes del purismo y las academias, porque la lengua no es un fósil, es un organismo vivo, que se revitaliza en los procesos de contacto entre pueblos y culturas y a la vez es reflejo de éstos.
Como ya lo mencioné, Colombia está pasando por un momento trascendental: el tema del racismo está servido, los invito a que demos el debate.
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Redes Sociales DIE-UD