Sandra Soler Castillo
Doctorado Interinstitucional en Educación, DIE-UD
No tuvieron derecho a hablar, no los dejaron defenderse. Jair Cortés (14), Álvaro Caicedo (14), Leyder Cárdenas (15), Juan Montaño (15) y Jean Paul Cruz (16) cometieron tres delitos: elevar cometa, bañarse en un lago y comer caña de azúcar. Los agravantes fueron ser menores de edad, ser varones, vivir en un barrio marginal y ser negros; el veredicto, su culpabilidad y la condena, su muerte. ¡Qué fácil resulta acabar con la vida de las personas en Colombia!
Dos fenómenos impresionan de esta infame masacre, la reiterada indolencia del pueblo colombiano y la manera tan prejuiciosa como los medios de comunicación informan y las personas construyen representaciones sobre los otros. A nadie parece importarle lo sucedido. Quizá algunos nos hayamos indignado y hasta horrorizado por un instante, pero el olvido llega pronto. Otros, en las redes sociales, con un descarado cinismo y perversión, han tratado de excusar los asesinatos atribuyéndolos a la condición social de los menores, a su género o a su color de piel o a todas juntas, intentando justificar la violencia con la lógica consabida de: “nada bueno estarían haciendo”.
Los medios de comunicación poco varían este discurso culpabilizador y prejuicioso. Incluso los noticieros dieron rápidamente paso a nuevas noticias. Al parecer, las masacres de niños no son hechos noticiables. Una vez pasada la novedad, como sucede siempre en este país, quedamos a la espera de la siguiente masacre, la siguiente muerte o quizá ni eso, mejor hablar de otras cosas, ¿qué tal hablar de la caída o subida en las encuestas del presidente Duque? o ¿hablar del número de reseña de la detención de Uribe? o ¿de las muertes por la Covid? no, eso ya no es noticia, mejor hablar de la humillación del Barça y la vergüenza que sufrió ante el Bayer. Claro, sin duda, una vergüenza mayor que la sufrida por un país que no puede garantizar el derecho fundamental de sus niños a la vida.
En general, al ver las noticias, molesta la poca seriedad de los periodistas, cómo eligen aquello que es noticiable y cómo construyen la noticia. Sin embargo, la manera como han informado sobre los hechos de la masacre de los cinco jóvenes de Cali es verdaderamente indignante. Para ilustrar, me centraré solo en la manera como el noticiero RCN, en emisión de las 7:00 p.m. del 12 de agosto1, informó sobre el suceso. El director de noticias RCN, Juan Lozano, entrevista al alcalde de Cali para preguntarle por lo sucedido y en particular por “¿quién está asesinando a los jóvenes en Cali?”. El alcalde Ospina le describe los hechos, cómo el día 11 de agosto en la mañana salieron cinco menores, amigos entre sí, a elevar cometa y a comer caña de azúcar y cómo fueron brutalmente asesinados y manifiesta que no se atreve aún a señalar responsables. Juan Lozano cierra la entrevista al alcalde diciendo: “rechazamos todas las manifestaciones de violencia, llámese vendetas de narcotráfico, vendetas de bandas criminales, llámese limpieza social…”. El alcalde de Cali, entendiendo claramente las implicaciones de lo expuesto por Lozano, le aclara “… solamente que estos muchachos ni narcotráfico, ni criminales, se trataba de muchachos de sus casas, que salieron sencillamente al cañaduzal a disfrutar de una tarde de agosto, como todos lo hemos hecho en Cali”.
Para no entrar en análisis detallados, solo me centraré en dos aspectos de la anterior emisión discursiva. El director de noticias RCN, totalmente alejado de su papel de informar con imparcialidad y en lugar de concluir a la luz de lo expuesto por el alcalde de Cali, construye en su cabeza y en su discurso una representación de lo sucedido: cinco jóvenes negros habitantes de las comunas pobres de Cali, igual a cinco delincuentes. Fijémonos cómo inicia su intervención a partir de una generalización que antecede una enumeración: “rechazamos todas las manifestaciones de violencia”, con el uso del adjetivo “todas” hace la implicación de que quizá los jóvenes estaban realizando algo incorrecto y por ello fueron objeto de algún tipo de violencia, hecho que reitera al señalar acto seguido factores como el narcotráfico, las bandas criminales o la limpieza social; acciones que el televidente puede asociar de manera directa con los jóvenes asesinados, por implicación lógica. De hecho, el alcalde entiende claramente esta alusión, corrige al director de noticias y le reitera que los asesinatos no corresponden a ninguno de esos casos, no se trataba de jóvenes delincuentes, tan solo de jóvenes de sus casas, sin más epítetos; incluso el alcalde da un paso más y cierra su intervención aclarándole al periodista que los jóvenes estaban haciendo cosas que cualquier persona hace y haría: “disfrutar de una tarde de agosto, como todos lo hemos hecho en Cali”. Dos usos pragmáticos diferenciados de la palabra “todos”, este último, con valor pronominal incluyente, con una fuerte carga intencional, que señala la habitualidad de las acciones realizados por los menores y la posibilidad de que pueda sucederle a usted, a mí o a cualquiera que simplemente salga a disfrutar de una tarde de agosto. Muy bien por el alcalde y su rapidez en la comprensión de las implicaciones y muy mal por el director de un noticiero que se niega a escuchar y habla desde el prejuicio.
Sin embargo, Juan Lozano no hizo nada más allá de lo realizado por la mayoría de las personas al escuchar la noticia, construir una idea a través de los prejuicios. Me pregunto, ¿cómo es posible que con tanta rapidez hayan surgido tres hipótesis de los posibles culpables de estos macabros asesinatos? No se necesitó la intervención de expertos en criminalística ni de ningún tipo. En cuestión de minutos, los periodistas ya hablaban de las posibles causas: “reclutamiento forzado”, “limpieza social” y “justicia por mano propia”. Tres posibles causas que, a pesar de su horror, parecen no extrañarnos y con las que al parecer se resolvería el “genocidio generacional” del que habla el arzobispo de Cali.
La primera hipótesis muestra la vulnerabilidad de la niñez y la juventud colombiana, cada vez más presa de grupos al margen de la ley, ya sea guerrillas, paramilitares o bandas de narcotraficantes, todos peleándose por capturar para sus filas a estos menores, que quedan a la merced de estos grupos sin que el Estado haga nada. La segunda, quizá la más horrenda, utiliza una metáfora ontológica para identificar a las personas con cosas, cosas que se pueden barrer o limpiar; seres humanos con lo que se hace lo mismo que con la suciedad, la basura o los desechos. Y la tercera, la justicia por cuenta propia, como si no hubiera un Estado, un sistema judicial que juzgue los delitos de acuerdo a su gravedad. Si los niños entraron a un predio privado y comieron algunos frutos sin permiso, este hecho debe juzgarse como tal, en ningún caso se podría responder con la crueldad y la sevicia con la que se actuó, en la que incluso hay muestras de tortura en uno de los cuerpos de los niños, que no hacen más que recordar el horrendo accionar de los grupos paramilitares.
Tres posibles causas que evidencian la ineficacia del Estado colombiano para garantizar los derechos fundamentales de sus ciudadanos y su inexistencia o escasa presencia en la mayor parte del territorio, abandonado a su suerte o, lo que es peor, en ocasiones, con presencia del Estado a través de cuerpos militares y policiales que no son más que cómplices o perpetradores de todo tipo de violencias. Un Estado que claramente le dijo y le continúa diciendo no a la paz y actúa en concordancia, un Estado que se preocupa más por lo que pasa en otros países que por lo que sucede en sus narices, un Estado con algunas instituciones sumidas en la corrupción, el clientelismo y la mentira, un Estado que ha permitido que repunte nuevamente el narcotráfico con todo el horror que acarrea y que bien conocemos los colombianos, un Estado que ha sabido aprovechar al máximo la pasividad, el desinterés y el conformismo de su pueblo.
¿Qué nos queda? Reclamar justicia para las víctimas, solidarizarnos con sus familias y convocar a la reflexión a la sociedad para que no nos habituemos a la violencia o intentemos justificarla a partir de los prejuicios. El Estado colombiano busca sumirnos en la desesperanza, el hartazgo, el cansancio, la indiferencia y la indolencia, que conducen inevitablemente a la inacción. Sin embargo, como nos lo recordó Paulo Freire, a pesar de la injusticia, no debemos perder la esperanza, pues la desesperanza es una forma de silenciamiento, de negación de un mundo en común, de huida, en últimas, una forma de complicidad.
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Redes Sociales DIE-UD