La fuerza con la que ha emergido la formación docente, como una urgencia de la política educativa en el ámbito actual, no deja de causar sospechas; hoy existe una suerte de “nuevo” consenso a su favor, en el que convergen diferentes sectores, que difícilmente lo hubieran hecho antes, lo que anuncia su importancia y a la vez, la necesidad de su transformación. Los argumentos, entonces, han cambiado; dejaron de circular aquellos, que hasta el inicio de este siglo, habían sustentado con lujo de detalles la poca conveniencia de este tipo de inversiones en la política educativa ante el bajo impacto de la formación docente en la educación y más específicamente, en el aprendizaje de los estudiantes.
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