Carta del profesor Carlos Mejía a estudiantes: en pos de una educación que no reafirme las desigualdades sociales

Carta del profesor Carlos Mejía (Sociología - Univalle)  a Los estudiantes.

Queridos estudiantes:

Me propongo iniciar esta breve nota sobre el movimiento estudiantil reciente, aclarando que no siempre los mejores consejos los brindan los más viejos ni los que se reputan como más sabios. Recientemente en clase analizábamos un texto de Bourdieu en donde este dice que los hombres, en la medida que avanzan en edad, se tornan más conservadores o más radicales según pertenezcan a las clases altas o a las clases populares de una sociedad. Razón por la que, aun los consejos en apariencia más inofensivos, terminan exhibiendo un sello de clase.

Habiendo, buena parte de ustedes, analizado la noción de estructura de traslación en el autor citado, creo que muchos han comprendido mejor la necesidad de una acción enérgica en pos de una educación que detenga la reproducción de las desigualdades marcadas por el origen social de cada uno. El movimiento de los estudiantes hoy, está dando un primer paso en esa dirección al exigir una educación de calidad financiada totalmente por el Estado.

Como diría Georg Simmel, la incertidumbre de las sociedades contemporáneas, marcada por lo efímero, volátil y cambiante; constituye la impronta de los fenómenos sociales que vivimos. Ello indica que resulta difícil predecir el rumbo de un movimiento estudiantil que avanza por una senda sumamente riesgosa, pero que debe asumir ese riesgo con entereza, afrontando y asumiendo las responsabilidades sociales que la hora dicta y que no pasan precisamente por el expediente de acudir modosamente a clases. Habrá tiempo para ello y, yo ofrezco mi modesto concurso para concluir cabalmente los programas de clase a mi cargo, aun en vacaciones.

Las claves del momento presente no resultan de fácil lectura. Desde la ética de la responsabilidad weberiana, no nos queda más que tratar de vislumbrar conjuntamente cuales serían las posibles consecuencias de las acciones emprendidas por los estudiantes con un apoyo profesoral, a veces entusiasta, a veces tibio y, en ocasiones, disfrazado de responsabilidad, cuando no plagado por la vocinglería de modernas casandras que advierten a cada paso el signo de la derrota o el terror ante la supuesta invencibilidad del inconmensurable poderío exhibido por el Establecimiento, prestos como están para disuadir a cualquiera que intente emprender una acción por modesta que ella sea.

Al llegar a este punto, no resisto la tentación, que ustedes sabrán comprender, de transcribir un magistral texto de Lenin analizado por el sociólogo esloveno Zlavoj Žižec que viene como anillo al dedo. Dice Lenin en un artículo de 1922 titulado Notas de un publicista:

“Imaginemos que un hombre asciende a una montaña muy alta, abrupta y aún no explorada. Supongamos que ha superado increíbles dificultades y peligros y ha logrado alcanzar un punto mucho más alto que quienes lo precedieron, pero sin llegar todavía a la cumbre. Se encuentra en una situación donde no solamente es difícil y peligroso avanzar en la dirección y a lo largo del camino elegido, sino francamente imposible. En estas circunstancias, escribe Lenin: Debe volver atrás, descender, buscar otros caminos, tal vez más largos, pero que, sin embargo, le permitirán llegar a la cumbre. El descenso desde la cima jamás alcanzada por nadie resulta para nuestro imaginario caminante más difícil y peligroso quizá que la ascensión; es más fácil dar un traspié, no es tan fácil ver dónde pisar, no se siente el singular entusiasmo tan habitual de las ascensiones directas hacia la meta, etc. Es preciso ajustarse la cuerda a la cintura, perder horas enteras para hacer con la piqueta un escalón o un saliente al cual se pueda atar fuertemente la cuerda; hay que moverse con la lentitud de una tortuga: hacia atrás, hacia abajo, alejarse de la meta, sin saber todavía si terminará ese peligrosísimo y penoso descenso, si encontrará algún rodeo seguro por donde puede volver a subir más resuelto, más rápido y más derecho hacia la cumbre.”

“Sería perfectamente natural que un escalador que se encontrase en dicha situación tuviera «instantes de desaliento». Con toda probabilidad, estos momentos serían más numerosos y difíciles de soportar si oyese las voces de los de abajo, que «desde un lugar lejano y seguro, observan con un catalejo el peligroso descenso»; «Las voces que se emiten desde abajo son malévolas. Unas se alegran abiertamente; gritan, se refocilan: ¡Ya se cae, y lo tiene bien merecido, por loco!». Otros intentan ocultar su maliciosa alegría, comportándose «más como Judasito Golovliov», el notoriamente hipócrita terrateniente de la novela de Saltikov Shchedrin, La familia Golovliov:”

“Se afligen y alzan la mirada al cielo, como diciendo: ¡Por desgracia, nuestros temores se confirman! ¿Acaso no fuimos nosotros quienes pasamos toda la vida preparando un plan sensato para escalar esa montaña, quienes exigíamos que se aplazara la ascensión hasta que nuestro plan estuviera acabado? ¡Y si protestábamos tan apasionadamente contra ese camino que el propio loco abandona ahora (¡mirad, mirad, retrocede, baja, se prepara horas enteras para poder dar un solo paso, y antes nos insultaba con las peores palabras cuando exigíamos porfiados moderación y prudencia!), y si censurábamos con tanto acaloramiento a este loco y aconsejábamos a todos que no lo imitaran ni le ayudaran, fue sólo movidos por nuestra devoción al grandioso plan de escalar esa montaña, para no desacreditar, en general, ese grandioso plan!”

Por suerte, continúa Lenin, nuestro viajero imaginario no oye las voces de estos que son «auténticos amigos» de la idea de la ascensión; si lo hiciera, «tal vez sintiera náuseas. Y las náuseas, según dicen, no contribuyen a mantener clara la mente ni firmes las piernas, sobre todo a alturas muy elevadas».[1]

Hasta aquí Lenin y Žižec, pero se sabe también del desdén de Nietzsche por Sócrates derivado de la permanente tendencia de este a disuadir, e igual desdén recordamos en Marx por las casandras en tiempos de El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte:
“[…] los pueblos, que en épocas de malhumor pusilánime gustan de dejar que los voceadores más chillones ahoguen su miedo interior, se habrán convencido quizás de que han pasado ya los tiempos en que el graznido de los gansos podía salvar al Capitolio.”

No pienso abundar en las razones técnicas, políticas y económicas que justifican esta lucha que apoyo. Profesores más hábiles e inteligentes que yo se han ocupado de ello y con ello basta. Los estudiantes, los profesores, y en general la sociedad, conocen bien las razones del contencioso. Hay suficientes documentos, intervenciones, discursos y, manes del movimiento estudiantil de 1971, hay también un programa mínimo de los estudiantes colombianos. A todo lo anterior se suma la revuelta mundial que registramos en contra de las plutocracias que quebraron las economías de buena parte del planeta y que hoy, con cinismo, nos han impuesto la socialización de las pérdidas que siguen causando.

Se me glosará acudir al expediente de la emoción, en una suerte de manipulación demagógica. Recientemente Zygmunt Bauman recomendó a los indignados europeos valerse más de la razón que de la emoción, pero quizá este momento de cuño postmoderno, requiere de una cálida mezcla de esas dos esferas, al parecer separadas arbitrariamente por nuestra ciencia social.

Tal vez la hora dicta seguir a Rafael Alberti:

“A galopar, a galopar hasta enterrarlos en el mar (me refiero al proyecto de ley que modifica la Ley 30) nadie, nadie, nadie, al frente no hay nadie”

A cabalgar, a cabalgar hasta enterrar el tal proyecto en el mar.

Respetuosamente,
Carlos Mejía