Desde su mismo título, Tokio Blues, Norwegian Wood, la novela de Hiraki Murakami, una de las obras emblemáticas de la literatura juvenil, nos remite a un hecho central: la alusión al blues, a una música urbana que originada en los Estados Unidos invade Europa y América Latina, pero también el lejano Oriente, para crear un lenguaje universal, un referente común. El blues en la novela de Murakami no es solo una referencia a unos sonidos que llegan desde Occidente, sino el tono de la novela, la música de fondo, de esta crónica de desarraigos, el trasfondo musical que comparten jóvenes de distintos hemisferios.
Y es que, como en muchas de las obras típicas de la literatura juvenil, los protagonistas de Tokio Blues oyen radio, van a cine, leen revistas, se hacen amigos de los cómics; comparten la misma música, definen iconos similares: ya se trate de los Beatles, Jim Morrison o Miles Davis; en Tokio, como en el París de Los soñadores de Bertolucci, se lee a Salinger, a Updike o a Scott Fitzgerald, mientras las revoluciones pasan por el callejón. Se trata, primero, de un sentimiento común, de unas prácticas similares y de un estado del alma compartido y universal: ausencia, sensación de vacío, abatimiento, la impresión de que inevitablemente “se cae en el lodazal”, como afirman Naoko o Watanabe; solo, en segundo plano, se trata también de una revuelta, de una escaramuza, de una protesta frente al mundo que han establecido los adultos.
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