De “falsos positivos”, “homicidios colectivos”, “caninos” y otros aparentes eufemismos y formas políticamente correctas de la lengua

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Foto de Sandra Soler en la página del DIE-UD
Sandra Soler Castillo
Doctorado Interinstitucional en Educación

En las letras de la “rosa” está la rosa.
Jorge Luis Borges

Hoy quiero escribir como doctora en lingüística de la Universidad de Barcelona y como magíster en lingüística española del benemérito Instituto Caro y Cuervo. Digo esto no porque quiera anteponer mis títulos académicos sino para señalar mi lugar de enunciación como lingüista y porque quiero hacer evidente que las palabras son mi trabajo y, de paso, lo que me apasiona. Quienes me conocen, saben que utilizo las palabras con desparpajo y sin prejuicios y que soy proclive a todo tipo de dichos, refranes, juegos de palabras y groserías, esto último, según la visión de quienes hablan desde la norma y la corrección lingüística.

En mi defensa, pero también como lingüista, comienzo por decir que no hay palabras buenas ni malas, palabras correctas e incorrectas. Solo hay palabras y contextos de uso.

En este texto me interesa tratar un tema de moda (perdón por la banalidad) a propósito, por un lado, de las infortunadas palabras dichas por el señor presidente de Colombia, al señalar que los hechos sucedidos en los últimos días no son masacres sino “homicidios colectivos” y, por otro, frente al interesante artículo publicado en el diario El Espectador escrito por Carolina Sanín, titulado Sobre la inseguridad y el lenguaje policial en el que comenta sobre la tendencia actual a emplear palabras que nos parecen bonitas o sofisticadas pero que en realidad desconocemos y que ejemplifica con el caso de un celador de un local comercial que, cuando ella entraba con su perro, le increpó: “colabóreme con el canino”. Según la columnista, clara muestra de la inseguridad lingüística que se vive en estos tiempos.

Al respecto, surgen preguntas como, en la actualidad, ¿qué está pasando con el uso de la lengua? y en relación con los dos casos mencionados, ¿estamos frente al mismo hecho lingüístico? Para dar respuesta a estas preguntas, en este escrito me referiré brevemente a la variación lingüística producto de la actuación y al uso estratégico relacionado con ciertas intencionalidades pragmáticas.

Saussure, el llamado padre de la lingüística, nos dijo, comenzado el siglo XX, que los signos lingüísticos tienen como una de sus características centrales la arbitrariedad, es decir, que no hay una relación lógica o motivada entre el significado y el significante1. Si digo árbol, la selección y unión de los fonemas que componen la palabra nada tienen que ver con el significado del vocablo árbol. Pero si no hay relación entre el nombre y la cosa, ¿cómo nos entendemos entonces? Esta duda, la resolvió rápidamente Saussure al señalar otra de las características del signo lingüístico: la convencionalidad. Nos entendemos y podemos comunicarnos porque establecemos consensos lingüísticos. Así, frente al anterior ejemplo, hay un acuerdo tácito entre los hablantes de una lengua que lleva a que, si digo árbol, el oyente entienda que me estoy refiriendo a una planta leñosa y elevada.

Saussure también nos habló de otra importante característica del signo lingüístico, su mutabilidad e inmutabilidad. Característica dual, como podemos notar. Nos dijo este autor que, aunque los signos lingüísticos tienden a ser estables con el paso del tiempo, pueden variar por la acción de los hablantes, de modo que no hay signos lingüísticos fijos y determinados de una vez y para siempre. Esto es así porque las lenguas son fenómenos sociales y culturales que los hablantes usan en contextos diferenciados.

Los cambios lingüísticos obedecen a diferentes factores. El eufemismo es uno de esos mecanismos de cambio o variación lingüística. Como su etimología lo indica, se relaciona con el “buen hablar” y es que pareciera haber palabras que no estarían bien según se usen en qué contextos y con qué fines. El Diccionario de la Real Academia Española, RAE, define el eufemismo como: “manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”2. Piénsese, por ejemplo, en la palabra para designar el órgano genital masculino empleada por un médico en el contexto de una consulta médica y la palabra utilizada para referirse al mismo órgano por una madre en el contexto de una charla informal con su hijo (utilizo un ejemplo de uno de los campos semánticos más tendientes al eufemismo).

La tendencia a no llamar las cosas por su nombre sino a través de palabras que nos suenan más “suaves” o “decorosas” tiene diversas causas. Sin el ánimo de reducir el problema, podrían identificarse al menos dos: los tabúes sociales y la corrección política. Frente a los tabúes, existen temas como la enfermedad, la muerte, el sexo o asuntos escatológicos a los que los hablantes prefieren no referirse de manera directa y en su lugar utilizar todo tipo de giros, rodeos o saltos, buscando palabras más suaves o decorosas. Así se remplaza estar enfermo por “no sentirse bien”; la muerte por “pasar a mejor vida”, el coito por “hacer el amor” o las heces por “popó”, por citar tan solo unos pocos ejemplos. Esto es lo que los dialectólogos consideran eufemismos tradicionales.

La corrección política es la otra de las causas de la aparición de los eufemismos, denominados en este caso eufemismos estilísticos. En este tipo, no se trata del cambio de una palabra por otra para huir de los tabúes sino de estrategias comunicacionales relacionadas con lo que consideramos políticamente correcto, con la cortesía y con la ética comunicativa, pero también con fines manipulatorios. En ese sentido, resulta indispensable la separación de este tipo de eufemismos en dos subgrupos, atendiendo a la intencionalidad. De un lado estarían aquellos eufemismos que buscan generar empatía con el oyente y manifestarle respeto y consideración. En este subtipo se ubican fundamentalmente los relacionados con los aspectos físicos de las personas, su edad o condición económica. Eufemismos que nos dicen que no está bien decirle a una persona que está gorda o que es fea o reducirla a alguna de sus condiciones físicas al llamarla ciega o sorda o nombrarla a partir de alguna condición sicológica o mental como loco, idiota, bobo, retrasado, etc. La edad también ha sido objeto de consideraciones de corrección, piénsese, por ejemplo, en las palabras viejo o anciano y el eufemismo “adulto mayor”. De igual manera, las personas con problemas económicos ya no se denominan pobres o miserables, como solía hacerse.

De otro lado, se ubica el subgrupo de eufemismos con los que el hablante busca confundir al oyente al ocultar estratégicamente sus intenciones comunicativas. Mientras que los anteriores eufemismos se emplean mayoritariamente en el lenguaje informal y en los registros cotidianos, este subtipo de eufemismos estilísticos se usa casi siempre en espacios formales y en registros técnicos o especializados, como la economía, la política o la milicia. Tienen por función mantener la imagen de las instituciones o los países, justificar conflictos, neutralizar opiniones, ocultar fines, evadir responsabilidades, etc. Así, por ejemplo, hemos visto cómo rápidamente se pasó de “países del tercer mundo” a “países en vía de desarrollo”, de “suburbios”, a “zonas marginales” o de “capitalismo” a “libre mercado”. En ocasiones tendemos a creer ingenuamente que estos cambios obedecen al avance de la ciencia o de los diversos campos de conocimiento: no siempre es así.

Discusión

Una vez contextualizado teóricamente el tema de los eufemismos, dejaré de lado los eufemismos tradicionales e incluso el primer subgrupo de eufemísticos estilísticos por considerarlos procesos normales de la variación lingüística que muestran la recursividad lingüística de los hablantes y enriquecen las lenguas. Así que, frente al problema planteado por la periodista Sanín en su artículo, el hecho de que el celador del local comercial haya empleado la palabra “canino”, en lugar de la palabra “perro”, en una evidente “inseguridad léxica”, diré que no se trata más que de una variación diastrática, relacionada con el nivel de escolaridad, explicable dentro del sistema de lengua y la variación por el uso. Esto no resta mérito al interesante artículo de la periodista Sanín, cuyo planteamiento central es otro y comparto: la necesidad de una mayor formación lingüística de la población, en general, y de los funcionarios del Estado, en particular, entre ellos de la policía. Invito a leer el texto3

Centraré, entonces, la discusión en el subgrupo de los eufemismos estilísticos, que estratégicamente buscan manipular la comprensión del oyente al alejar los fenómenos de su representación discursiva e invisibilizar o negar realidades.

En general, estos eufemismos (que no siempre lo son), empleados por las élites en contextos macropolíticos, se usan para imponer las agendas del capitalismo en el que el mercado gobierna la organización social y la vida de las personas y en las que el capital prima sobre los ciudadanos y sus derechos. Lógica en que los estados han perdido su casi total soberanía, en especial, aquellos de los países más empobrecidos, estados en los que los gobernantes favorecen los mercados y las instituciones se ponen al servicio de los tenedores del capital. Mantener y legitimar este orden supone y requiere el uso de herramientas simbólicas, en especial, el uso estratégico del discurso. Se necesita ocultar fines, desviar la mirada del centro de los problemas, ponerla en otro lugar, incluso ubicarla en los lugares más inverosímiles, generar cortinas de humo en las que los ciudadanos lleguen incluso a confundir la realidad y la ficción o donde lo absurdo parezca posible.

Los colombianos hemos sido especiales víctimas de estos juegos discursivos. Tristemente recordamos las argucias lingüísticas del expresidente Álvaro Uribe para tergiversar la realidad (heredadas, de paso, por los miembros de su partido político, el Centro Democrático). Esas argucias se hicieron evidentes cuando nos informó que en Colombia no había “conflicto armado”, sino “activismo narcoterrorista guerrillero”. Perfecta selección léxica en la que el conflicto armado se remplaza por “activismo” con toda la carga peyorativa y minimizadora de esta acción, seguida de la palabra “narcoterrorista”, que oculta las luchas sociales y las convierte en delitos y que finaliza con el adjetivo “guerrillero” que cierra el círculo de la ilegalidad y que nos extraña, pues sus adjetivos preferidos eran “vándalos” y “delincuentes”. Esas mismas argucias que llegaron a la cúspide de la maldad al idear el concepto de “falsos positivos” del ejército, con el que se designó el asesinato de cientos de jóvenes inocentes de las clases más oprimidas (nótese que no digo, “menos favorecidas”). A este respecto, alguna vez hice una prueba para ver si las gentes del común entendían la expresión. Pregunté a una persona de unos 80 años si sabía lo que era un “falso positivo”, respondió que no. Esta respuesta parecería increíble si se tiene en cuenta la enorme cantidad de veces que se empleó –y se emplea- en los medios de comunicación. Pero no, no es una respuesta extraña porque se trata de dos palabras vacías de referente, unidas sin ninguna relación, incluso opuestas en sus significados. Muy diferente hubiera sido la respuesta de esta persona se le hubiera preguntado si entendía la expresión “asesinato selectivo de jóvenes cometido por agentes del ejército”, seguramente, al menos, habría aventurado algún significado. A modo de colofón de este apartado, no puedo dejar de recordar la última estratagema del expresidente Uribe, con la que nos aclaró que él no está “preso”, sino “secuestrado”, selección léxica con la que salta de un solo brinco de delincuente a víctima.

Hace unos días, el presidente (¿?) Duque manifestó que los asesinatos de grupos de personas, que los medios de comunicación nombraban como masacres, no lo eran, sino que se trataba de “homicidios colectivos”; todos quedamos perplejos ante esta aclaración lingüística. ¿Qué pretendió el presidente con este cambio léxico? Acaso, ¿evidenciar su gran conocimiento jurídico? No, seguro, no. “Masacre” es una palabra que genera enorme impacto en los oyentes y que tiene repercusiones en el ámbito de los organismos no gubernamentales de defensa de los derechos humanos. Con esta palabra se designa, además de la acción de asesinar a varias personas a la vez, la sevicia del perpetrador, la indefensión de las víctimas y los daños y afectaciones individuales y colectivas de las comunidades a las que pertenecían las víctimas, efectuadas de manera directa o colateral. Duque, al hacer esta precisión, deja ver continuidad entre el discurso de su maestro-jefe y el suyo. Los dos están en sintonía, niegan el conflicto armado y las luchas sociales en Colombia y las llevan al plano de la delincuencia común. Es decir, de acciones perpetradas por sujetos que actúan sin ningún ideario político, en la medida que no habría justificación, pues, lo que se niega de fondo es la existencia de injusticias, desigualdades y exclusión en Colombia.

¿Y cuál es el papel de la escuela y del profesorado en este asunto?

La educación es una de las instituciones más golpeadas por los embates del neoliberalismo, al ser, quizá, una de las pocas que podría hacerle frente. La economía de mercado la ha venido despojando de su lenguaje propio, la ha plagado de tecnicismos de otros campos y de eufemismos que desdibujan sus fines y terminan por producir agotamiento y hartazgo en sus actores sociales. La estrategia central es la “reformitis”, si se me permite esta expresión coloquial. No se acaba de introducir una política educativa cuando ya está lista la siguiente. La idea es no dar tiempo para reaccionar y resistir. Así pasó con las famosas “competencias” que no fueron más que distractores con el fin de introducir los cambios que requería el sistema para producir trabajadores destinados al mercado y potenciales consumidores, poco conocedores de sus realidades históricas y socioculturales; pasó con la idea de que las TIC, que serían la salvación de la educación; pasó con la de educación ciudadana, que fue remplazada, sin ningún tipo de evaluación por la educación para la paz y que será remplazada por la educación pospandemia. Pasó y seguirá pasando. Siempre habrá una novedad. Porque la novedad es el nuevo imperativo social y, cómo no, educativo. Cada reforma trae sus discursos, llenos de eufemismos, algunos bien intencionados otros no tanto, sus tecnolectos, sus jergas y no hay tiempo para pensarlos o entenderlos y, mucho menos, para cuestionarlos o resistirlos.

¿Cuándo recuperará la educación su lenguaje?,¿cuándo podrá construir su lenguaje propio? Como lo recalca casi desesperadamente Carlos Skliar, ¿cuándo la educación dejará de ser dicha y pensada por otros? Y, sin ir tan lejos, ¿qué papel le corresponde al profesorado? Hasta ahora, hemos sido cómplices de este desalojo, hemos actuado de manera cómoda y hasta interesada. Le hemos hecho juego al sistema, investigando sobre las últimas tendencias, sobre la novedad, pasando por alto que, en ocasiones, no hacemos con esto más que legitimar discursos, hacerles eco e instaurarlos en la escuela sin ningún cuestionamiento.

Como docente del área del lenguaje y como lingüista, estoy convencida de que lo que se crea con palabras también se puede cambiar con palabras. Aunque, claro está que con las palabras no cambiamos la pobreza, la injusticia ni la desigualdad, sí podemos cambiar los discursos que han contribuido a producir estas realidades. El poder del lenguaje es innegable, para bien y para mal. En ciertos contextos, usar un eufemismo es muestra de empatía y respeto por el otro. Hace parte de la riqueza y las posibilidades que nos ofrecen las lenguas; sin embargo, en estos tiempos de claros intereses manipulatorios, no podemos caer en usos excesivos de este tipo de palabras ni malinterpretar el lenguaje y los denominados usos políticamente correctos. En lo posible, las cosas y los hechos deben ser llamados por sus nombres. El eufemismo supone un cierto temor a la realidad, un deseo de ocultarla e incluso cierta esperanza de poder terminarla. Pero no es así. Este disfraz no cambia la realidad, solo la aleja, la oculta y la desdibuja. Es necesario recuperar el referente de las palabras para conocer e identificar sus significados y para evitar separaciones que pueden conducir a la invisibilización o el ocultamiento de prácticas. Los profesores debemos estar formados y formar en habilidades de análisis lingüístico. Nos han hecho creer que conocer el sistema de lengua, las gramáticas y su funcionamiento no es importante. Nada más conveniente para los intereses de ciertas personas que nos prefieren ignorantes, sumisos y conformistas.

En el campo de las prácticas de aula, a los docentes se nos ha instado a no decir las cosas de manera directa al estudiantado. El discurso de la escuela se ha vuelto vacío y evasivo, sobre todo, en algunos campos, como el de la evaluación, por ejemplo. Hemos creado toda una terminología que oscurece los mensajes. ¿Por qué no podemos decirle hoy a un estudiante que no está cumpliendo, que no está haciendo las cosas bien, que debe estudiar más, que debe esforzarse más, que debe hacer las cosas mejor? La respuesta al unísono, seguro, será, el problema no es lo que se dice, sino cómo se dice. ¿Estamos seguros de que es así? ¿No será que lo verdaderamente molesto es lo que se dice? ¿Acaso la solución es, como pasa con los eufemismos tradicionales, propios de los tabúes, disfrazar la realidad que no nos gusta, en un intento por ocultarla o aniquilarla? ¿No será esta, quizá, una de las causas por las cuales los jóvenes hoy día se rinden ante el primer problema o dificultad? ¿No estaremos contribuyendo a este hecho?

El debate está servido. Y entiéndase que no estoy en contra de la creatividad o la recursividad lingüística, ni pretendo convertirme en “censora” del lenguaje, o defensora de la “norma”, llamo la atención frente a ciertos usos estratégicos del discurso o, para ser más clara y consecuente, frente a ciertos usos perversos de la lengua. Hoy, más que nunca, debemos tener conciencia de que somos manipulados discursivamente y que, en consecuencia, necesitamos herramientas y conocimientos fuertes de lengua y discurso; no podemos caer en el juego de las supuestas “buenas maneras” que prefieren el “hablar con corrección” frente a la claridad y la honestidad. Hay que estar atentos a la introducción en el contexto educativo de nuevos conceptos que en apariencia lucen transparentes, positivos y cubiertos de auras salvadoras de la educación. De eso no hay tanto. No podemos caer en la tentación de adoptar algunos discursos posmodernos metafóricos y hasta esotéricos que parecen decir mucho y decir distinto, cuando en realidad no dicen nada y dicen mal. Hoy, ante todo, hablar debe ser un acto de responsabilidad con la palabra.